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domingo, 16 de mayo de 2010

cuentos scout El indiecito cactus


Sucedió allá en la puna de Atacama. Es decir, allá arriba, más arriba de Salta, más arriba de Jujuy. Allá donde el sol es fuerte, pero el aire es frío, límpido. Allá, en los tiempos viejos, los tiempos de antes, existía la tribu de los cardones. Y en la tribu de los cardones había un indiecito de ojos grandes, soñadores, que se llamaba el indiecito Cactus.

El indiecito cactus era, como les digo de, de la tribu de los cardones, y tenía su majadita de llamas, de alpacas, de vicuñitas y su quena. Algún guanaquito también. Todas las mañanas, ni bien despuntaba un poco el sol, se calaba su ponchito calamaco, para protegerse del frío, agarraba su bastón y su zurrón. Su zurrón era una especie así como de cartera, que llevaba colgando al costado. Ahí tenía un pedazo de queso de cabra, una rapadura de borra de azúcar y algún pedazo de tasajo para comer. Salía con su quena y su majadita de llamas, alpacas, vicuñitas y algún guanaquito. Repechaba las cumbres para llevar a pastar a su majadita allá arriba. Y salía con su quena, tocando, cantando. Cuando llegaba arriba, se sentaba en una piedra a tocar su quena, vigilando sus llamas, sus vicuñitas, sus alpacas, su guanaquito, que se ponían a pastar por ahí mientras él los miraba.

Y se quedaba en la soledad. Por arriba de él revoloteaban los cóndores. Y se ponía a pensar siempre en los viejos de la tribu y en lo que solían contar: que más allá de los desiertos, de las mesetas; más allá de las montañas, existía el país de la felicidad. Un país donde había frutas, había árboles, había ríos. Porque los viejos que quizás habían viajado para el lado donde nace el sol, contaban que más allá de los desiertos existían las selvas, el calor, las frutas, las bananas, los ananás, las naranjas. Frutas que él muy raramente había visto alguna vez. Sólo había podido comer un pedacito. Y tenía muchas, muchas ganas, de llegar un día a ese país de la felicidad.

Por eso se preguntaba:

-¿Cómo podría hacer yo para llegar a ese país de la felicidad?

Porque, claro, estaba muy lejos. El no conocía el camino y se iba a morir de sed y de hambre en medio de los desiertos.

Un día, como digo, estaba sentado en una piedra con sus vicuñitas, sus alpacas, sus llamas y su guanaquito pastando alrededor de él. Era una mañana tibia y de sol fuerte. Estaba ahí con su quena cuando de repente sintió que una mano lo tocaba en la espalda. Se dio vuelta y vio a la Pachamama. Es la diosa de las serranías. El Hada buena de la puna. La Pachamama, vestida con un traje todo azul y un manto blanco.

-Pachamama –Le dijo el indiecito.
-Indiecito Cactus, ¿ en qué estás pensando? –

Le pregunto la Pachamama el Hada buena.

-¡Ay, Pachamama! Por fin has venido a visitarme. A mí me gustaría llegar al país de la felicidad. Pero no puedo llegar hasta allá. El viaje es muy largo. No conozco el camino.
-Cactus, mirame a los ojos.

El indiecito abrió sus ojos grandes, de color oscuro. Miró a los ojos a la Pachamama, y sintió su profunda ternura. Una ternura de adentro. Pachamama le dijo:

-Indiecito Cactus, ¿estás realmente decidido a llegar al país de la felicidad?
-Sí, Pachamama, lo deseo ardientemente.
-Pero, ¿estás dispuesto a obedecerme y a hacer todos los sacrificios necesarios para llegar hasta allá?
-Sí, Pachamama, realmente lo deseo de todo corazón y te prometo obedecerte en todo.
-Bueno –Le dijo Pachamama- si realmente es así como vos decís, yo te voy a ayudar. Desde ahora vas a empezar a percibir un perfume. Al principio un perfume suavecito. Vas a tener que prestar mucha atención para poder sentirlo. Pero a medida que empieces a seguirlo, poco a poco ese perfume te va a ir indicando el camino de la felicidad. Y además te voy a dar este zurrón muy pequeño, de cuero de llama.

Era un zurrón con el pelo hacia adentro y lleno de semillitas.

-Mirá, estas semillitas que parecen unos porotitos, son las del árbol de la vida. Cuando vos agarres una de estas semillas y la tires en la tierra, inmediatamente va a brotar un árbol que va a tener toda la fruta que vos quieras. Una fruta que se va a parecer a la banana o a la naranja. Te va a calmar la sed, te va a hacer vencer el hambre, te va a sacar el cansancio de adentro, te va a curar las heridas que tengas, te va a aliviar los dolores. Guardalas. Te van a alcanzar perfectamente para llegar, si no las malgastás en el camino. Si vos seguís fielmente el perfume y no derrochás las semillas, vas a poder llegar al país de la vida.

Pachamama lo saludó y desapareció.

Cactus quedó refregándose los ojos porque se preguntaba si todo eso habría sido cierto o tan sólo un sueño.

Comenzó entonces a sentir el perfume. Entre sus manos tenía la bolsita: ese zurrón con las semillas del árbol de la vida.

Resulta que ya había caído la tarde. Sus llamas, sus alpacas y el guanaquito, se habían ido cerro abajo y estaban llegando al corral de pirca. En la tribu ya empezaban a encenderse los fuegos alrededor de los cuales se reunían los ancianos.

Sintió miedo a la noche. Tiró una semillita y al momento surgió un árbol. Bastó que la semillita tocara la tierra para que naciera un magnífico árbol.

Comió entonces de las frutas, sintió que se le pasaba la sed, el hambre, el miedo, el cansancio y el dolor de cabeza que tenía. Y se quedó acurrucado entre las ramas, profundamente dormido.

Pachamama le había dicho:

-Mirá, cuando te alejes diez metrros, el árbol desaparecerá. No se puede volver atrás. Porque en la vida nunca se puede volver a lo que uno ya ha vivido. Siempre hay que avanzar.

Al día siguiente, cuando se despertó, se levantó y comió de las frutas. Pero cuando se alejó diez metros del árbol, éste desapareció.

Indiecito se ató bien el zurrón y empezó a caminar detrás del perfume. Caminó toda la mañana. Al llegar el mediodía descansó un poquito. Luego siguió hasta la noche, y sacó una semillita. La tiró... y ¡de vuelta el árbol! Con todas las frutas: bananas, ananás, naranjas. Comió bien, se sacó la sed, el hambre, el cansancio y se quedó dormido profundamente bajo las ramas.

Al día siguiente, cuando se despertó, volvió a comer un poco. Quiso guardar algunas frutas en el bolsillo, pero cuando se alejó diez metros del árbol, desapareció no sólo el árbol sino también las frutas que llevaba en el bolsillo.

Y así Cactus, de la tribu de los cardones, comenzó a caminar un día, dos, tres, cinco días. Cada noche tiraba la semillita que se convertía en el árbol de la vida; le sacaba el hambre, la sed, los dolores, el cansancio y lo cobijaba de la noche protegiéndolo durante el sueño.

Hasta que un día se encontró con un paisaje totalmente distinto.

Sintió que el perfume le decía:

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